El camino angosto y
desconocido que se bifurcaba más allá del parabrisas despertaba cierta
curiosidad. La gran mayoría de los pasajeros del vehículo íbamos sin conocer el
destino. Con espíritu de aventura nos adentramos en la abandonada Villa Oliva,
cuyo lugar era casi impenetrable en días de lluvia. Villa Oliva queda al norte
de Ñeembucú, unos 120 kilómetros de Asunción.
Una larga picada se
extendía como cola de avión a chorro hacía la derecha de nuestro camino
principal. ¿Es aquí?, pregunta toncho, quien manejaba el probox de color
blanco. El silencio respondió por todos. Unos veinticinco kilómetros picada
adentro nos detuvimos para empujar el vehículo que se atascó en el barro. Continuamos
viaje hasta el rio con cierto cansancio.
Llegamos alrededor de
las cinco de la tarde al borde del río que se ensancha sin destino fijo, sin
ningún pertrecho más que una caja de anzuelos. De pronto avistamos en el
horizonte un desteñido barquito que peinaba el agua del rio. La canoa parecía
bailar con la armoniosa melodía de la popular guarania que venía escuchando con
su pequeña radio a pilas aquel remero, el baqueano que venía para llevarnos al
otro lado del rio.
Soy Julio - dijo el
hombre - al extender su callosa mano a
cada uno de los que los esperábamos allí. Vestía un jeans desteñido, zapatillas,
kepis y una camisa blanca desabotonada que se pegaba a su flacucho cuerpo por
el sudor que despedía. Medía como metro setenta, de tez morena, de risa tímida
y seca.
Julio, de muy humilde
condición era un pescador del lado argentino cuya fisonomía no generaba mucha
confianza para cargar a tantas personas en la canoa. Nos advirtió que solamente
podríamos viajar cuatro personas en su escueta canoa.
Al borde del rio que se
extiende de norte a sur, antes de desembocar al rio Paraguay, se ubicaban los
pescadores furtivos. Julio subió hasta la Altura para comprar caña, galletas,
yerba, azúcar y fósforos. Mientras nos ubicamos los cuatros amigos en su
carcomida madera acomodando el salame, cerveza y el fardo de cigarrillos que
habíamos llevado como avío.
El sol con su círculo
de color amarillo huevo iba descendiendo lentamente en el horizonte para dar
lugar a la media luna que venía acechando. ¿No tenés motor?, pregunta Ever, el
menor de todos los aventureros quien se había ubicado en la popa de la canoa.
No - dice Julio - quien mostrando su marcado bíceps acaricia el agua con su
remo subiendo rio arriba lentamente.
Obsequiamos a Julio un fardo
de cigarrillos de la marca Lucky Strike, nafta y algo de dinero por la
cortesía.
Iniciamos el recorrido
río arriba, cuando el atardecer desplegaba su cortina de colores en el
horizonte y entretenía reflejando el beso entre el cielo y el agua. Me puse de
espalda al rumbo que íbamos tomando. No quería ver lo que nos esperaba, no estaba
preparado ni materialmente ni espiritualmente por si ocurriese lo peor.
¿No tenés miedo, Julio?
Fue lo que atiné a preguntar en medio de la oscuridad y con el concierto de
zumbidos que daban los mosquitos que sobrevolaban la zona al acecho de sangre
fresca. Nahaniri (no) – responde Julio -, de forma tajante.
De alguna manera,
entablar una conversación con Julio me daba cierta tranquilidad porque era
sereno y además mientras más hablábamos, más pasaba el tiempo y se acortaba la
distancia, aparentemente..
Mientras los demás
tripulantes murmuraban sobre la profundidad del rio, yo miraba el cielo que hacía
gala de su brillante paisaje de estrellas e intentaba escuchar como ambos remos
le cacheteaba al agua para avanzar.
Pasaron una hora. Las
dos costas que teníamos en nuestro flanco, inicialmente fueron abriéndose cada
vez más grande hasta que las perdimos de vista. Julio deja de remar y prende un
cigarrillo, mientras la corriente nos deslizaba de nuevo lentamente hacía
atrás. Aspira el humo y deja salir el aire que pintaba de blanco el oxigeno por
la boca, masculla “amoa ha´e pará boca” (Aquella corriente se llama pará boca –
la boca por donde salen los peces de color matizado de gris y negro). Costará
un Perú pasar, advierte.
Era un vistazo casi a
ciegas por la oscuridad y desconocimiento del lugar. Esa incertidumbre
aumentaba el temor. Julio frota la mano y se da un escupitajo en cada palma
para empuñar de vuelta el remo. Cerré los ojos e imaginé la isla hasta que
sentí el fuerte sacudón de la corriente
que arremetió dando de pleno contra la canoa que no soportó y cedió una
distancia prolongada hasta que Julio de vuelta aceleró la remada, esta vez
tirando hacia la corriente hasta que fuimos a parar en medio de una extensa
fila de pajitas verdes que flotaban en el agua.
Todos los tripulantes
aun con los ojos exorbitados aplaudían aquella mágica gambeteada de Julio a la
corriente. Seguíamos en medio del rio, pero volvió la calma. Los cincos
tripulantes izamos una fría lata de cerveza hacia el cielo celebrando aquella
hazaña.
Luego de cruzar la
fuerte correntada iniciamos un leve giro hacia la parte más ancha del rio con
destino a la casa de Julio.
No pensé en los treinta
metros de profundidad de la cual hablaban los demás tripulantes quienes reían a
la par. Contemplé la luna y me tranquilicé.
En el oscuro horizonte
se observaba el intenso relampagueo que preocupaba, aún, más. Pues, el regreso
sería imposible en caso de lluvia.
Luego de media hora de
navegación logramos acercarnos a la otra costa para continuar remando y llegar
a destino. Ese momento fue de mucho placer. Fue adrenalina pura.
Julio detuvo,
repentinamente, la marcha para recomponer el hilo suelto que sostenía el remo.
Solucionado el problema, continuamos.
El miedo asaltó de
vuelta a los pasajeros cuando una barcaza que de ancho tomaba casi todo el rio
Paraguay. Se acercaba disparando bullicio con la bocina de alerta. La ventaja
es que ya estábamos cerca de la costa. ¿Cuál es el riesgo en estos casos,
Julio? Preguntamos. El nos tranquilizó diciendo que el peligro está cuando la
canoa está en el medio y no tiene la velocidad suficiente para salirse del paso
y que la ola que despide la gran embarcación puede desequilibrar y tumbar a la
canoa.
Unos diez minutos más
tarde llegó aquella ola que Julio debía, nuevamente, sortear ubicando la proa
hacía donde choca el agua con la canoa. Ani pe kyhyje (No tengan miedo) nos
tranquilizó Julio.
Más sereno por la
cercanía de la costa en medio de la absoluta oscuridad vimos una luz blanca que
curtía en tajadas a la oscura noche. Era la esposa de Julio haciendo la señal
de su ubicación con una linterna.
Luego de cuatro horas y
treinta minutos llegamos a la casa de Julio cuya esposa e hijos nos recibieron
con alegría. Cuando pisé tierra quería abrazar a todo el mundo. Estaba
realmente feliz por continuar respirando.
El viaje que
normalmente dura una hora para Julio, esta vez se triplicó por la cantidad de
pasajeros. Llegamos agotados y hambrientos. A pesar de ello, toda esa noche se
tradujo en risas y bromas por la odisea.
Eran las veintitrés. El
cielo se vistió de negro y guiñó estrellas diamantadas. Mientras toncho y Julio
fueron con una red en mano al rio para traer la cena. El resto quedamos en la
costa. Algunos tomaban guaripola otros comían salame, pero todos mirábamos
sentados o acostados el único espectáculo del momento, el esplendor del cielo.
Al día siguiente
debíamos volver, según los últimos reportes meteorológicos que se escuchaba por
radio, habría lluvia..
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